Es difícil escribir en Navidad. La literatura navideña está ahogada por los clichés de las tarjetas que se envían para esta fecha y que auguran felicidad, paz y amor "en compañía de los suyos", y por un barniz ligeramente empalagoso de buena voluntad que suele comenzar a desvanecerse antes que asome el nuevo año. Luego todo vuelve a la normalidad. ¿Qué es la normalidad? En principio, es la pregunta más difícil de responder para cualquier persona consciente de sus limitaciones. En todo caso, no lo es la Navidad ni esa vaguedad llamada espíritu navideño. Diría que normalidad en esta sociedad salvajemente capitalista -cultora de un individualismo tan acérrimo que mata la belleza del individualismo natural- es indiferencia ante el prójimo, irresponsabilidad por los problemas comunes y por la continuidad de la vida en el planeta, apetito voraz por los bienes materiales y sobre todo estupidez, soberana estupidez por llenarnos de cosas que no llenan, por ser incapaces de recuperar la espontaneidad y por vivir en función de lo que se espera de nosotros que, por supuesto, nada tiene que ver con el espíritu navideño y mucho menos con la felicidad real que es tan difícil de definir como el espíritu navideño.
Si pudieran pesarse los buenos deseos expresados en estas fiestas, deberíamos utilizar varios raseros diferentes: auténticos, puramente formales, indiferentes y falsos. Creo que los tres últimos rubros constituirían el 70% (y soy generoso en la cifra a causa del puro espíritu navideño que me posee hasta pasado mañana) del volumen total. Felizmente los deseos aún no se pueden pesar, y ello nos debe alegrar, pues ver las verdaderas cifras sería como ver cómo será nuestro rostro o lo que quedará de él dentro de cincuenta años. Un desastre para el cual no estamos preparados. Un espanto tan impúdico como el ballet de buenos sentimientos que ocultan al depredador que gobierna en nosotros el resto del año, cuando no se escuchan yingubeles, no hay renos eléctricos por las calles, Papá Noel descansa en el Polo Norte, los Reyes Magos dan un descanso a sus camellos, San José administra la carpintería, María ocupa su lugar de segundo orden al interior de la sinagoga y Jesús, nuevamente adulto, se muestra angustiado por la justicia humana y por ello es perseguido en cada uno que actúa como hubiera actuado él si le hubiese tocado vivir en nuestro tiempo.
¿Puedo creer yo en la tarjeta navideña de ese banco que me paga 0.001 como interés por mis ahorros y me cobra mil veces esa cantidad cuando decide prestarme plata? Ignoro las cifras reales, poco importan, pues cualquier cifra que refleje un excesivo afán de lucro por sobre un mínimo sentido de justicia refleja la conducta real de las instituciones bancarias. Si esas instituciones me desean lo mejor, debe ser para que mis depósitos al 0.001 de interés aumenten y ellos puedan seguir trabajando con mi plata. Otra explicación no encuentro. ¿Puedo creer en las bellas palabras navideñas de algunas empresas mineras que hacen papilla el medio ambiente? Y no sigo porque hoy es Navidad y quiero invertir la poca inocencia que me queda para que aquellos que se conforman con su día de bondad me detesten menos y los otros, los que miran el mundo a través de los cuentos que les han contado, hagan un esfuerzo por no seguir chupándose el dedo.
Si pudieran pesarse los buenos deseos expresados en estas fiestas, deberíamos utilizar varios raseros diferentes: auténticos, puramente formales, indiferentes y falsos. Creo que los tres últimos rubros constituirían el 70% (y soy generoso en la cifra a causa del puro espíritu navideño que me posee hasta pasado mañana) del volumen total. Felizmente los deseos aún no se pueden pesar, y ello nos debe alegrar, pues ver las verdaderas cifras sería como ver cómo será nuestro rostro o lo que quedará de él dentro de cincuenta años. Un desastre para el cual no estamos preparados. Un espanto tan impúdico como el ballet de buenos sentimientos que ocultan al depredador que gobierna en nosotros el resto del año, cuando no se escuchan yingubeles, no hay renos eléctricos por las calles, Papá Noel descansa en el Polo Norte, los Reyes Magos dan un descanso a sus camellos, San José administra la carpintería, María ocupa su lugar de segundo orden al interior de la sinagoga y Jesús, nuevamente adulto, se muestra angustiado por la justicia humana y por ello es perseguido en cada uno que actúa como hubiera actuado él si le hubiese tocado vivir en nuestro tiempo.
¿Puedo creer yo en la tarjeta navideña de ese banco que me paga 0.001 como interés por mis ahorros y me cobra mil veces esa cantidad cuando decide prestarme plata? Ignoro las cifras reales, poco importan, pues cualquier cifra que refleje un excesivo afán de lucro por sobre un mínimo sentido de justicia refleja la conducta real de las instituciones bancarias. Si esas instituciones me desean lo mejor, debe ser para que mis depósitos al 0.001 de interés aumenten y ellos puedan seguir trabajando con mi plata. Otra explicación no encuentro. ¿Puedo creer en las bellas palabras navideñas de algunas empresas mineras que hacen papilla el medio ambiente? Y no sigo porque hoy es Navidad y quiero invertir la poca inocencia que me queda para que aquellos que se conforman con su día de bondad me detesten menos y los otros, los que miran el mundo a través de los cuentos que les han contado, hagan un esfuerzo por no seguir chupándose el dedo.
C.G.G.
Prensa escrita.